El pecado mortal

Silvina Ocampo


Los símbolos de la pureza y del misticismo son a veces más afrodisíacos que las fotografías o los cuentos pornográficos. Con una flor roja llamada plumerito, que traías del campo los domingos, con el libro de misa de tapas blancas, con las estampas de la Virgen, del Niño Jesús, de los santos, de los ángeles que repartías, lograste atraer no sólo el cariño sino la lujuria de personas extrañas, de tus compañeras de colegio, de tus primas, de tus maestras, hasta de los criados de tu casa. Cuando alguna amiga llegaba para jugar contigo, le relatabas primero, le demostrabas después, con el ejemplo, la historia de los mártires, la vida de las vírgenes. Hacías arrodillar a tu lado a tus admiradoras, en la actitud del que reza y las flagelabas con la rama de un paraíso, que no tenía nada de sagrado, mientras cantabas el Tantum Ergo con una voz quejumbrosa. Tus compañeras te decían Muñeca.

En la enorme casa donde vivías (de cuyas ventanas se divisaba más de una iglesia, más de un almacén, el río con barcos que iban y venían, el cielo con nubes que no se movían o que corrían vertiginosamente) había un piso abandonado donde guardaban los juguetes rotos, los muebles desfondados, los cuadros sin marcos, los espejos trizados. Oíste decir en un sermón: "Más grande es el lujo, más grande es la corrupción". Y en los sótanos, en las buhardillas, en los cuartos de trastos viejos, en los pasillos sin luz, en los retretes, buscabas el escondite de la corrupción, tan atrayente para ti como el escondite del lujo.

Rara vez las señoras, con tocados de plumas y de pieles, durante el invierno se aventuraban por ese último piso donde se helaban de frío o se asfixiaban de calor durante el verano. Había allí un cuarto, muy cerca de la azotea, con olor a nido de palomas, de ratas y de murciélagos, que para ti tenía un encanto irresistible. Contiguo al cuarto de juguetes, que era a la vez el cuarto de estudio, estaban las letrinas de los hombres que trabajaban en la casa. Uno de los hombres se llamaba Chango, era el más joven de los peones. Tenía la piel oscura, el pelo como viruta de acero, los ojos rasgados. En el ascensor, cuando la niñera te llevaba al cuarto de juguetes, repetidas veces viste a Chango que subía al último piso, con la cara congestionada. Tú lo espiabas, pero él también terminó por espiarte.

Pocas veces las mujeres de la casa te dejaban sola, pero cuando había fiestas o muertes (se parecían mucho) o cuando la familia iba al campo y te quedabas al cuidado de las sirvientas o de los sirvientes, gozabas de una libertad absoluta. "Chango es serio. Chango es bueno, mejor que una niñera" decían a coro.

Alguien murió, no recuerdo quién. En la casa había olor a flores, a cera, a incienso. Crespones en las puertas, en los retratos, en los brazos de las visitas. Te pusiste un vestido blanco, de organdí, y medias negras. Aquel día la cara de Chango estaba más borrosa que de costumbre. Como un perro, husmeabas el horrible olor de las flores. Te encerraste con él en el cuarto de los juguetes y empezaste a mostrarle las estampas de tu libro de misa. Las leyendas piadosas, que él no sabía leer, y que tú leías en voz alta, parecían excitarlo. Una voz de mujer, aguda, fría, retumbó desde el sótano: "¿La Muñeca se porta bien?". "¡Admirablemente bien!", contestó Chango con la boca llena de comida. Y la voz de la mujer agregó: "La llevaré al velorio a la noche para que rece". Chango volvió a entrar en el cuarto y te ordenó: "Mirarás por la cerradura cuando yo esté en el cuartito de al lado. Cuando te golpee la puerta, mirarás. ¿Entendido?". Y agregó: "No te asustes".

Qué pena siento al pensar que lo horrible imita lo hermoso, como el mono imita al hombre. Qué pena siento al pensar que Chango te esperaba como el novio a la novia, en su aposento, con un ramito de flores en la mano. El ramito de flores era un plumerito rojo que te ofrecía para que la ceremonia fuera más santa.

Chango volvió al cuarto y te preguntó: "¿Viste?". Dijiste que sí con la cabeza. No te defendiste. Añorabas la pulcra flor del plumerito, el libro de misa, las estampas, los vestidos blancos, las coronas de novia. Durante noches de insomnio compusiste mentirosos informes, para defenderte de la acusación que te harían al descubrir el pecado que no cometiste, pero que sentías como si lo hubieras cometido. Era un pecado mortal. Un pecado que no tenía perdón. Estabas condenada, irremediablemente condenada.

Tu primera comunión llegó. No hallaste fórmula pudorosa ni clara ni concisa de confesarte. Tartamudeaste frente a la rejilla del confesonario. Te levantaste llorando. El cura te dijo que volvieras al día siguiente. No volviste. Comulgaste. Con dolor de parricida, de condenada a muerte por traición, entraste en la iglesia helada. Vestida de novia, con una vela encendida en la mano, un libro de misa y un rosario, parecías una santa. Recibiste la hostia en la boca. En vez del sabor celestial que te habían anunciado, sentiste un gusto a demonio, a condenación, a infierno. Te buscaría por el mundo entero a pie como los misioneros para salvarte si tuvieras la suerte de ser mi contemporánea, si yo tuviera la suerte de ser tu contemporánea. Yo sé que durante mucho tiempo oíste en la oscuridad de tu cuarto voces inhumanas. Eran las voces de los que viven en el infierno. ¿Cómo hiciste para sobrevivir? Sólo un milagro lo explica: el milagro de la misericordia.