Carta perdida en un cajón

Silvina Ocampo


¿Cuánto tiempo hace que no pienso en otra cosa que en ti, imbécil, que te intercalas entre las líneas del libro que leo, dentro de la música que oigo, en el interior de los objetos que miro? No me parece posible que el revestimiento de mi esqueleto sea igual al tuyo. Sospecho que perteneces a otro planeta, que tu Dios es diferente del mío, que el ángel guardián de tu infancia no se parecía al mío. Pensar de la mañana a la noche y de la noche a la mañana en tus ojos, en tu pelo, en tu boca, en tu voz, en esa manera de caminar que tienes, me incapacita para cualquier trabajo. A veces, al oír pronunciar tu nombre mi corazón deja de latir. En medio de la noche, me despierto con sobresaltos preguntándome: «¿dónde estará esa bestia?» o «¿con quién estará?». Ningún amante habrá pensado tanto en su amada como yo en ti. Será una mezquindad de mi parte pero todas mis mezquindades te las debo a ti. Después de nuestra infancia, que transcurrió en un colegio que fue nuestra prisión donde nos veíamos diariamente y dormíamos en el mismo dormitorio, después de esa larga separación, donde casi te había olvidado, te encuentro como a una basura en el umbral de mi vida.

No olvidaré aquel último encuentro, tampoco olvido los otros, pero el último me parece más significativo. Me invitaron a comer en una casa para que conociera a un hombre que me convenía. Hubiera preferido no ir, pero la curiosidad pudo más que mi aburrimiento. Encontré al hombre que me convenía y te encontré a ti. El hombre que me convenía era tu marido. Estabas más flaca. Recuerdo que tu gordura de la infancia me irritaba. La gordura es una forma de egoísmo.

Creo, sin embargo, que en la infancia tuve el presentimiento de todo lo que iba a sufrir por ti. Lo tuve el día en que entré en el colegio.

—Alba Cristián es hija de una amiga mía. La internarán también aquí. Es de tu edad —dijo mi madre cruelmente.

Sentí un extraño malestar: pensé que era por culpa del colegio donde me iban a internar. Tu figura, en ese momento, no se desprendió de los muros, ni de los muebles. ¿Cómo eras? No lo recuerdo. Sin embargo, no me olvidé de las otras caras que me rodearon. Desde ese momento comenzaste a formar parte de mi vida.

Otro presentimiento me avasalló aquel día del paseo a los lagos de Palermo. Estábamos paradas sobre un puente. Mirabas el agua con esa expresión de bestia con que miras todo lo que no te importa. Te dije:

—¿Por qué no te tiras al agua?

Me respondiste:

—¿Por qué no te tiras vos?

Un temblor me sacudió. Tuve miedo de que me empujaras al agua y me ahogaras. ¿No me hubieras ahogado? Te creo capaz de cualquier cosa.

No creas que olvidé la llave misteriosa de tu mesa de luz que hacía sonreír a Máxima Parisi.

No creas que olvidé la enfermedad de Máxima cuando te colgaste de mi brazo todo el día diciéndome que yo era tu amiga predilecta.

Sospechaba que mi vida sería una sucesión de fracasos y de abominaciones. No me he equivocado. ¿Será cruel advertírtelo? Me tiene sin cuidado. No siento por ti la menor lástima. Mis amigos, durante toda mi vida, han tratado de que olvidara la infancia, esa edad en que la amistad es tan importante, porque uno no tiene discernimiento para elegir los amigos.

—¿No tenés amigos de infancia? —me preguntan, compadeciéndome.

Yo les respondo:

—No me casé con los amigos de infancia. Si ahora tengo poco discernimiento para elegirlos, ¿cómo habrán sido las equivocaciones de mis primeros años?

Aquel día, en casa de nuestros amigos, al verte, una trémula nube envolvió mi nuca, la sangre golpeaba mis sienes. No dije una palabra. Tomé un libro que estaba sobre la mesa y comencé a hojearlo ávidamente: sólo después advertí que el libro se titulaba «Balance de las ventas de animales bovinos». Sonreí a tu cara de bestia, sonreíste. Vivir así no era vivir. Desde aquel séptimo piso contemplé la calle pensando cómo sería mi caída, si me tiraba de esa altura.

«De cuántas músicas, de cuántas personas, de cuántos libros tengo que renegar para no compartir mis gustos contigo», pensé. Te miré y a través del vidrio que reverberaba tembló tu cara de piraña como en el fondo del agua. Estás en mí como esas figuras que ocultan otras más importantes en los cuadros, y que se descubren con el tiempo o con los rayos X. Eres un arrepentimiento. Quiero rasparte de la tela de mi vida, con una piedra pómez.

Después de haberte saludado con una inusitada amabilidad te invité a tomar té. Mi plan era el siguiente: pondría una fuerte dosis de veneno en el té, en el momento en que lo sirviera. En el momento en que prepares el té y lo dejes sobre la mesa fingiré un desmayo. No cumpliré mi proyecto. Era infantil. Me pareció más atinado usar ese procedimiento para matar a L., mi amante.

—¿Qué te pasa? —me decía L.— ¿Por qué me hablas de Alba Cristián? Todas las noches me hablas de ella, para atormentarme.

La conversación recaía sobre ti. Le decía de ti las peores cosas que pueden decirse de un ser humano. No sospeché que por primera vez L. se interesaba en tu personalidad, en tu vida, en tu manera de sentir. Con mi complicidad, con mis sospechas, con mi odio construí para ustedes ese edificio de amor tan complicado donde viven alejados de mí por mi culpa.

Quiero que sepas que debes tu felicidad al ser que más te desdeña y aborrece en el mundo. Una vez que ese ser desaparezca, tu dicha concluirá con mi vida y la terminación de esta carta. Entonces te internarás en un jardín semejante al del colegio que era nuestra prisión, un jardín engañoso, cuidado por dos estatuas, que tienen dos globos de luz en las manos, para alumbrar tu soledad inextinguible.